Es su primera comida abundante en las últimas 24 horas.
Aun así, Yeisiany, una niña venezolana de siete años, se toma unos segundos para persignarse con el signo cristiano de la cruz ante el plato de pasta con queso que está a punto de ingerir a las 10:47 de la mañana en el comedor “Mamá Delia”, en el barrio Teotiste de Gallego, Maracaibo, al occidente de Venezuela.
Menuda, extiende sus manos al frente, al nivel de su cabeza. Y ora velozmente.
“Señor, te damos las gracias por estos alimentos. Bendice las manos de quienes los hicieron. Amén”. Sin más, embiste la comida con una cuchara, entre 10 niños sentados en un par de mesas tamaño infantil.
“Está buena”, comparte la pequeña un par de minutos luego, ya satisfecha, mientras bebe el batido de cereal con que acompaña el menú del día.
Es habitual que los niños del barrio tengan tanto apetito que desde las 10:00 de la mañana -a veces antes- esperan a las afueras del sitio ansiando sus turnos.
Teotiste de Gallegos es considerada una de las vecindades más empobrecidas e inseguras de Maracaibo, la capital del estado más poblado de Venezuela, Zulia, con 3.7 millones de habitantes, y rico en reservas de petróleo.
Entre sus calles de asfaltos desgastados y sus viviendas modestas, sus residentes padecen múltiples necesidades: falta de agua, electricidad, gas doméstico, dinero. Y, puntualmente, sufren hambre.
“Muchos no tienen nada que comer en sus casas”, lamenta Tibisay Pérez, la cocinera jefa del “Mamá Delia”, antes de servir cinco platos adicionales para un grupo de pequeños que acaba de ingresar al comedor.
La Fraternidad Mercedaria Seglar, una asociación civil conocida como Framerse, fundada en 1990 en la parroquia San Ramón Nonato de Maracaibo, administra este y otros tres comedores que benefician a cerca de 1.000 niños.
Solo en el “Mamá Delia”, alimentarán hoy a 65 censados. La cifra se quintuplica en temporada escolar –el lugar también opera como centro de educación inicial.
Colectas mensuales en la iglesia, así como donativos de particulares y empresas, entre ellas Nestlé y Polar, les permiten alimentar a los niños de cuatro barrios del noroeste de la ciudad: Reyes Magos, La Lucha, El Valle y Teotiste de Gallegos.
También gestionan un centro de ayuda para ancianos y un servicio médico a precios solidarios. Decenas de voluntarios y feligreses son los motores.
Nixia Navea, una venezolana de 59 años cuyos nietos visitan a diario el comedor, reivindica la urgencia de solidaridades como esa, que muchos en Venezuela han comenzado a llamar “la verdadera ayuda humanitaria”.
Dice no tener ingresos sino para comprar cuatro kilos de comida al mes para su familia. “Mis muchachos se marean y se desmayan por el hambre”, expresa, alarmada.
Hambre en Venezuela, alerta internacional
La crisis “está arrasándolo todo” en Venezuela, según las palabras en julio de Michelle Bachelet, Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Su reporte de la situación en el país incluyó un capítulo especial sobre la alimentación de los venezolanos.
“La escasez creciente de alimentos y su precio cada vez más alto se han traducido en un número menor de comidas con menos valor nutricional, elevados índices de desnutrición”, apuntó.
Nicolás Maduro, presidente en disputa, atribuye las dificultades de alimentación de los venezolanos y las complicaciones de sus planes de asistencia social a lo que llama “la guerra económica”.
También culpa al “bloqueo infernal” que se deriva, a su juicio, de las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea a miembros e instituciones de su administración. Su gobierno tildó el informe de Bachelet de “errático”.
La Alta Comisionada alertó que el salario mínimo en Venezuela, de 40.000 bolívares o 1.85 dólares, no puede considerarse como un salario de subsistencia, al precisar que cubre únicamente 4,7 por ciento de la canasta básica de alimentos.
Venezuela se encuentra entre los 41 países del mundo con necesidad alimentaria, según indicó en septiembre la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).
Según el informe Perspectivas de cosechas y situación alimentaria presentado por la FAO, “la hiperinflación ha erosionado gravemente el poder adquisitivo local en Venezuela, generando graves limitaciones al acceso de los hogares a los alimentos”.
El organismo había advertido un mes antes que 6,8 millones de venezolanos se quedan sin alimentos, experimentan hambre y, en situaciones extremas, pasan días sin comer.
Buscar manos solidarias
La Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, OCHA por sus siglas en inglés, solicitó a sus países donantes un fondo de 223 millones de dólares para “mitigar el impacto de la crisis” gracias a un plan de respuesta humanitaria que beneficiaría a 2.6 millones de venezolanos.
Esa cruzada camina con patas cortas. La recaudación se estancó lejos de la meta. Se ha recolectado solo nueve por ciento de lo estimado, declaró Sami Elhawary, directivo de la OCHA, a la Asociación de Prensa Extranjera en Venezuela.
“Esto preocupa mucho”, dijo a periodistas en septiembre.
La asistencia humanitaria doméstica ha llenado, entonces, el vacío de la insuficiencia y la inefectividad de la extranjera: iglesias de diversos credos, instituciones y grupos espontáneos de ciudadanos han invertido recursos y tiempos en el propósito de alimentar a cuanto venezolano necesitado puedan.
En Maracaibo, pueden verse filas de centenares de adultos y niños en iglesias como la del Padre Claret, que asiste a cerca de 1.000 personas cada miércoles, el Hogar Clínico San Rafael o el colegio Carmela Valera, en el norte de la ciudad.
Los venezolanos conocen este tipo de ayudas como ollas solidarias o comunitarias. Nacen por igual de agrupaciones de probada data, como Cáritas Venezuela e instituciones religiosas, y de espontáneos que procuran alimentar periódicamente al necesitado con quien se topen en las calles.
Los beneficiados peregrinan para llegar a ellas.
José Trinidad Molero, un indigente de 63 años que perdió la visión de un ojo en un accidente de tránsito cuando era joven, transita a diario múltiples kilómetros buscando esas alternativas para comer al menos una vez al día.
“Caminamos muchas cuadras para buscar estas comidas gratis”, dice, ya de salida de una línea de unos 30 ancianos a las afueras del colegio hogar Carmela Valera.
Allí, cinco monjas de la comunidad católica de los Agustinos Recoletos regalan platos de comida a 200 personas cada mediodía, de lunes a viernes.
Esa asistencia comenzó hace dos años al notar el impacto de la crisis en el más empobrecido, explica. Los recursos nacen de donaciones de particulares y de fondos de la Asociación Venezolana de Escuelas Católicas, la AVEC.
Wendy Khalil, monja de 38 años, coordina en una puerta lateral del colegio la entrega del menú del día: sopa con vegetales varios, repartida en dos ollas gigantes que reposan en una mesa de madera. Dos voluntarios le ayudan.
“Hay gente que llega casi desmayándose. Se les bajan los niveles de tensión arterial o de azúcar en la sangre. Muchos lloran porque no tiene qué comer”, indica, afligida la religiosa.
Decenas llevan sus propios recipientes o envases de plástico, que generalmente son viejos potes de mantequilla o bebidas. Algunos guardan sus comidas para más tarde. Otros la ingieren de inmediato, como Molero.
A su lado, José Amaya, un ex trabajador de la construcción de 75 años, devora su plato en tres extensos sorbos. La noche anterior, se acostó sin cenar, admite.
No tendría nada que comer si no fuera por la mano amiga de gente como las religiosas del Carmela Valera, cuenta.
Ya pleno, al menos por unas horas, hace votos porque se multipliquen. “No existiéramos sin ellos”, dice.