“He venido hoy aquí con profunda emoción como un peregrino de la paz. He deseado hacer esta visita al Monumento a la Paz de Hiroshima por la profunda convicción personal de que recordar el pasado es comprometerse con el futuro”, señaló el Papa Juan Pablo II en su visita a Japón.
Treinta años antes de que el terremoto y el posterior tsunami del pasado 11 de marzo arrasaran con las vidas de miles de japoneses e hicieran peligrar la de otros tantos con una nueva amenaza nuclear, Juan Pablo II se refirió a Hiroshima como ejemplo de paz, el mensaje que le llevaría a recorrer el mundo.
“Dos ciudades tendrán para siempre unidos sus nombres, dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, como las únicas ciudades en el mundo que han tenido la mala fortuna de ser una advertencia de que el hombre es capaz de una destrucción más allá de lo que se pueda creer. Sus nombres permanecerán siempre como los nombres de las únicas ciudades de nuestro tiempo que han sido señaladas como un aviso para las generaciones futuras de que la guerra puede destruir los esfuerzos humanos por construir un mundo de paz”.
Muchos concuerdan que la verdadera vocación del papa era la de misionero. Pronto le darían el nombre del ‘papa viajero’, con sus 38 visitas oficiales y sus 104 viajes apostólicos fuera de Italia, y 146 por el interior de este país.
Juan Pablo II quería llevar un mensaje al mundo: un mensaje de paz. “La guerra es obra del hombre. La guerra es la destrucción de la vida humana. La guerra es la muerte”, señala en uno de sus discursos”.
“La paz debe ser siempre la meta: paz perseguida y protegida en cualquier circunstancia. No repitamos el pasado, un pasado de violencia y destrucción. Embarquémonos en la ardua y difícil senda de la paz, la única senda que conviene a la dignidad humana, la única senda que conduce a la verdadera plenitud del destino humano, la única senda para un futuro en el cual la equidad, la justicia y la solidaridad sean realidades y no precisamente lejanos sueños”.
Peregrino y misionero por igual, el Papa Juan Pablo II diseminó el mensaje de paz en todos los continentes. Fue, tal vez, aquella convicción, la que le elevó en la mente de los fieles y ateos como un hombre santo, capaz de entregar su vida a una causa tan noble como la paz.