Era un hermoso y tibio sábado de primavera y las tranquilas aguas de la Bahía de Willoughby reflejaban el sol de la tarde en un millar de trazos plateados. Pequeñas olas danzaban con la suave brisa bajo un cielo, sin nubes y vibrante, del más azul de los azules.
Hubiera sido el día perfecto para un almuerzo campestre, pero para alrededor de un centenar de personas reunidas en el Muelle 8 de la Base Naval de Norfolk, en Virginia, el día no era para eso.
Todos estaban atentos al presidente Donald Trump, quien estaba a punto de enviar un buque hospital de la Marina, el USNS Comfort, para ayudar al estado de Nueva York a luchar contra la epidemia de COVID-19.
"Este gran barco a mis espaldas es un mensaje de 70.000 toneladas de esperanza y solidaridad al pueblo increíble de Nueva York”, dijo Trump desde un podio junto al secretario de Defensa, Mark Esper.
Como muchos estadounidenses que no pueden siempre distanciarse socialmente en su trabajo, yo formaba parte del grupo de prensa que viajaba ese día acompañando a Trump en su corto viaje en el avión presidencial desde la Base Aérea de Andrews en Maryland, hasta Norfolk, Virginia.
Dos días antes, la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca, una entidad independiente de la mansión presidencial, había informado verbalmente que la Casa Blanc estaba reduciendo el grupo de prensa a siete, desde los 13 habituales, para poder adaptar el distanciamiento social en el avión, donde nos dieron instrucciones de sentarnos con un asiento vacío de por medio.
Al llegar a la Base de Andrews, tuve que presentar documentos de viaje de los últimos 14 días y declarar si había tenido algún síntoma de COVID-19. Me echaron un chorrito de gel antiséptico en las manos y me tomaron la temperatura antes de ser aprobada para pasar a la terminal de pasajeros, donde agentes del Servicio Secreto ejecutaron su revisión de seguridad.
Yo sabía que estar en un avión era una mala idea en ese momento y tengo que admitir que estaba nerviosa. Durante el proceso de seguridad, tuve que colocarme a menos de seis pies de cinco agentes, de los cuales solo dos usaban máscaras.
Me aferré a mi gel de manos y pensé en mi hijo, que tiene 12 años y me dio este consejo: “Si tienes que estar rodeada de personas, mami, aguanta la respiración”.
Cruzamos la pista y estuvimos hombro con hombro debajo de un ala mientras Trump bajaba de su helicóptero. Tuvimos que apretarnos más cuando se acercó a nosotros y respondió a nuestras preguntas. Todos, incluso el presidente, gritaban para poderse escuchar bajo el ruido de los motores del avión.
Cualquiera de nosotros lo hubiera podido contagiar de coronavirus, o viceversa.
A bordo del avión, recordé un artículo que había escrito recientemente sobre cómo el presidente Woodrow Wilson continuó enviando a los soldados en barcos a luchar en la Primera Guerra Mundial a pesar de la pandemia de influenza española de 1918-1919, que mató a 675.000 estadounidenses. Un historiador describió esos barcos como “calderos de transferencia de virus”.
Limpié con desinfectante el área de mi asiento y la caja de comida que me había dejado la tripulación, y traté de no pensar en la imagen de este espacio cerrado que estaba compartiendo no solo con periodistas , sino con personal de la Casa Blanca, agentes del Servicio Secreto y los tripulantes del avión.
Traté de enfocarme: revisé mis equipos. Con virus o sin virus, ser lal reportera de radio del grupo en un viaje presidencial es siempre estresante. Un reportero de radio del grupo es responsable de capturar y subir a un servidor una grabación de calidad de cada palabra que diga el presidente, pocos minutos después de pronunciarlas.
A diferencia del reportero de prensa plana del grupo o los corresponsales de televisión, que pueden enfocarse en hacer preguntas, y los técnicos de televisión, concentrados en sus equipos y su trabajo, los reporteros de radio tienen que hacer ambas cosas, y bien.
Como los medios dependen de uno, no es solo nuestra reputación la que está en juego, sino también la de nuestra organización.
Aterrizamos en el Aeropuerto de Chambers y corrimos hasta los vehículos de la prensa para el corto viaje al Muelle 8 de la Estación Naval de Norfolk. Escuchamos los breves comentarios del presidente y observamos el inmenso buque separarse del muelle al sonido de una marcha militar.
Entonces nos llevaron de regreso y abordamos el avión.
En el viaje de vuelta, el presidente vino hasta el área de los asientos de prensa, en la parte trasera del avión, para conversar extraoficialmente. Lo rodeamos, de nuevo haciendo caso omiso de las normas de distanciamiento social. Pero los comentarios extraoficiales son bastante raros y en esos pocos minutos me olvidé completamente del virus, concentrada solamente en hacer mi trabajo, del cual estoy siempre agradecida, con pandemia o sin ella.