Jessica* acompañó a su prima en un viaje en auto que solo tomó 10 minutos, a principios de junio. Los vidrios estaban arriba. El aire acondicionado, encendido. En aquel preciso momento, jura, se contagió del nuevo coronavirus.
Había salido poco de su casa. No tenía contacto con extraños ni amigos. Tenía cuidado de no contagiarse, pero su familiar, varios años menor que ella y con quien compartía la profesión de médica, ya presentaba las complicaciones de COVID-19. Murió a los pocos días por una complicación respiratoria.
Jessica comenzó a manifestar síntomas leves de COVID-19 después de su fallecimiento, como fiebre, dolor de garganta, malestares estomacales.
Confirmó su diagnóstico en la sala de emergencia de un hospital de Maracaibo, capital de Zulia, el estado con mayor número de casos positivos (2.600) en Venezuela.
Las enfermeras la dejaron sola en el cubículo de consulta, pero antes le dijeron que debían “iniciar el protocolo”. Jessica sabía lo que significaba: reportar su caso y diligenciar su atención en un hospital de la red sanitaria de la ciudad o dentro de un refugio controlado por policías, militares y dirigentes políticos.
Hizo valer su credencial como doctora con más de 25 años de experiencia en la salud pública para convencer a sus colegas de que le permitieran irse a su hogar.
“Me dijeron que allí no me podían dar el tratamiento. No me importó. Me vine a casa. No quería ir a ningún hospital o refugio”, confía a la Voz de América.
De 60 y tantos años, sabía de las condiciones deplorables de los centros asistenciales: “sin agua, con pésima alimentación, sin atención adecuada”.
Conocía de primera mano, también, cómo atendían a pacientes contagiados de COVID-19 en los espacios habilitados por el gobierno para decenas de ellos.
“A uno de mis primos, diabético, hipertenso, lo llevaron a vivir en un restaurante en San Francisco (municipio vecino). No les llevaban alimentos. Le enviaron medicinas 15 días después de ingresar. No sé ni para qué se lo llevaron”, fustiga.
Ella, desde su celular, le indicó el tratamiento. Familiares le llevaban fármacos y comida de manera clandestina. “Los refugios no son la solución”, afirma.
Hacer lo que Jessica decidió es casi un pecado en Venezuela. El mismo Maduro había defenestrado públicamente la posibilidad de que alguien contagiado se quedara en su hogar al inicio de la pandemia, en marzo.
“¿Por qué nueve personas no quieren salir de su casa? ¿Cuál es el empeño? ¿O es que no hay autoridad? Estas personas deben ir a hospitalizarse. ¡Todo el mundo hospitalizado!”, exclamó entonces en una alocución, ante su vicepresidenta, Delcy Rodríguez, y su ministro de Salud.
Alcaldes y gobernadores han habilitado bibliotecas, moteles, y espacios de conciertos para aglutinar en ellos por al menos 14 días a personas positivos por COVID-19 en todo Venezuela, a la espera de un aumento notorio de casos.
Huéspedes y organizaciones no gubernamentales, como Provea, han denunciado violaciones a derechos fundamentales en esas instalaciones. Forzarlos a vivir allí no es más que una práctica autoritaria, han advertido.
Jessica lo decidió: retó la prohibición presidencial y se recluyó en su hogar.
“Se puede vencer”
Su primera directriz fue que su esposo, su hijo y ella usaran mascarillas en áreas comunes. Los tres comenzaron a tomar oligoelementos con zinc, también vitamina C y ácido fólico. Ella dormía sola en un dormitorio.
Se trató por siete días con claritromicina, un antibiótico, y dexametasona, un potente glucocorticoide sintético con efectos semejantes a las de las hormonas esteroides, que actúa como antiinflamatorio e inmunosupresor.
Tomó, además, complejo vitamínico B para su estado emocional. “Esto ocasiona un shock emocional que hace pensar cosas horribles. Segregas adrenalina, que descargas al torrente sanguíneo y te hace funcionar mal los órganos”, detalla.
Una psicóloga amiga le ayudó con terapias emocionales a distancia. Hacían ejercicios de respiración, oraban juntas, todo a través de llamadas por WhatsApp.
“No creía en esas cosas, pero ¡cómo funcionan cuando la persona cree que es la única alternativa!, al igual que la creencia en nuestro Dios. Parece magia”, indica.
Luego de 30 días de férreo aislamiento, ya está recuperada. Ni su esposo ni su hijo se contagiaron, comprobaron después con sendas pruebas rápidas.
Jessica dice no ser la única. Al menos tres médicos amigos, especialistas en neumonología, se han “hospitalizado” ellos mismos o a familiares en sus hogares, con manómetros, tratamientos a distancia, personal de enfermería con dedicación exclusiva e incluso bombas de oxígeno para casos de emergencia.
En su gremio, hay temor. El Colegio de Médicos del estado Zulia reportó esta semana que han fallecido 19 médicos por COVID-19 en los últimos 50 días.
Ella misma ha tratado a seis grupos familiares distintos con pacientes con COVID-19, que se mantienen en sus viviendas. Entre ellos, hubo una asmática.
Critica el tipo de medicamentos que aplican en la red pública de salud a los pacientes con el nuevo coronavirus, la hidroxicloroquina y la azitromicina.
“La familia debe cumplir las medidas de seguridad, ser educada (en la enfermedad). El paciente debe ser tratado por un profesional con los conocimientos necesarios”, advierte.
La enfermedad ha registrado un pico de contagio en el último mes, alcanzando hasta 650 casos diarios, según las cifras publicadas por el gobierno madurista.
Jessica, mientras, no siente que faltó a alguna norma ética o a un mandato gubernamental por haber preferido convalecer en su residencia.
“Esta enfermedad se puede vencer si se le ataca desde los primeros síntomas. Hay que enfrentarla sin miedo y con educación”, insiste.
(*) Jessica es el nombre ficticio de una médica venezolana contagiada de COVID-19 en Maracaibo, Venezuela, que pidió reservar su nombre real por temor a retaliaciones políticas, laborales y penales en su contra.