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María Centeno, una mujer warao, comunidad indígena del noreste de Venezuela, teje cabuya en uno de los albergues proporcionados para los migrantes en Boa Vista, Brasil
María Centeno, una mujer warao, comunidad indígena del noreste de Venezuela, teje cabuya en uno de los albergues proporcionados para los migrantes en Boa Vista, Brasil

"Roraima necesita la solidaridad de otros estados de Brasil" , secretario de la gobernación

La Voz de América recorre la frontera de Ecuador-Colombia-Brasil, paso obligado de muchos venezolanos que buscan llegar a otros países en busca de un mejor futuro.

La cabuya es la fibra natural que se saca de las hojas del fique. Es utilizada por pueblos indígenas en Colombia y Venezuela para tejer hamacas, sombreros y platos. Entre las cosas que Baudillo Centeno y su familia trajeron de Tucupita cuando emigraron a Brasil, está un rollo grande de fique.

“Sabía que lo íbamos a necesitar”, dijo María Centeno, su mamá, cuya edad es desconocida incluso para sus hijos.

Desde que llegaron a Boa Vista, una ciudad al noreste del Brasil, los Centeno tienen como fuente de ingreso la venta de artesanías de cabuya, la reventa de cobre y lo que consigan pidiendo dinero en la calle.

Ellos pertenecen al pueblo warao, una comunidad indígena que habita en la zona del Delta del Orinoco y en países limítrofes como Trinidad y Tobago y Guyana.

Junto con ellos, 634 personas, también waraos e indígenas de otros pueblos, viven en el albergue Pintolândia , dado por el gobierno de Brasil y administrado, ente otras, por agencias no gubernamentales como ACNUR o ADRA.

El albergue es en realidad un gran polideportivo adaptado para la situación, donde los indígenas cuelgan las hamacas que las ONGs les han dado para dormir. Fuera de esa estructura, hay varias carpas donde también habitan y descansan los migrantes venezolanos, al igual que un descampado donde, al atardecer, los niños juegan al fútbol.

Dentro de un gran polideportivo, los 643 waraos que viven en el albergue de Pintolândia, en Boa Vista, duermen en hamacas proporcionadas por distintas ONG.
Dentro de un gran polideportivo, los 643 waraos que viven en el albergue de Pintolândia, en Boa Vista, duermen en hamacas proporcionadas por distintas ONG.

Los warao son uno de los pueblos indígenas que se han visto forzados a salir de su territorio debido a la crisis por la que está atravesando Venezuela. De acuerdo con ACNUR, la escasez alimentaria, la inflación desenfrenada y la violencia son algunos de los factores que empujan al segundo grupo de nativos más grande del país a cruzar las fronteras buscando ayuda humanitaria.

Jesús Gutiérrez, cacique de una tribu warao, dice que la situación por la que atraviesa el país afecta de manera particularmente cruda a su pueblo.

“La mayoría de los warao no tenemos sueldo, somos agricultores y artesanos, pero no hay quien compre [nuestros productos] en Venezuela”, dijo el venezolano.

No obstante, se quejan los Centeno mientras hilan cabuya, acá tampoco hay muchas personas que compren sus productos y muchas veces les toca mendigar en las calles de Boa Vista.

María Centeno hila cabuya en el albergue de Pintolândia, en Boa Vista, Brasil.
María Centeno hila cabuya en el albergue de Pintolândia, en Boa Vista, Brasil.

Mientras estaba pidiendo dinero, a Erica Gutíerrez, nieta de Centeno, le han ofrecido sexo a cambio de dinero.

“Ellos [los hombres] llegan y te muestran los reales”, dijo la joven de 19 años. “Una vez, un tipo me dijo, tú que eres tan bonita, ¿qué haces pidiendo [dinero]?”.

Las tribus waraos están compuestas por varias familias. La de Gutiérrez, en particular, tiene 600 miembros, de los cuales 75 están en Boa Vista. Una de las particularidades de la inmigración de los grupos indígenas, dijo Helena Souders, coordinadora de la ONG ADRA Internacional, es que suelen viajar en unidades familiares.

En Pintolândia y en otros cinco albergues en Boa Vista, ADRA provee a los migrantes con kits de higiene y kits domésticos y de cocina. En este asentamiento en particular, explica Souders, tratan de amoldarse a las necesidades de los indígenas; por ejemplo, les dan hamacas en lugar de colchones o les entregan los alimentos sin cocinar, para que ellos los preparen en fogatas de carbón.

Sin embargo, tanto Gutiérrez como los miembros de la familia Centeno dicen que en Venezuela ellos dormían en colchones.

“Lo de dormir en hamacas se hacía antes…son muy pocos los que todavía lo hacen”, dijo Erica Rodrígez, nieta de Centeno, quien dejó la carrera de ingeniera agroindustrial cuando emigró hacia Brasil.

Aunque agradecido por la ayuda que está recibiendo, Baudillo Centeno, hijo de María, dice que en el albergue se siente encerrado.

Tiene un bebé de un mes, que nació en Boa Vista, y siente que el pequeño “no vive libre”. En Venezuela, dice Centeno, “vivíamos más abiertos y cerca del río; escuchábamos los animales, cómo cantaban, acá solo se escucha la bulla de nuestros bebés".

Gutiérrez concuerda en lo mismo, el cacique dice que a veces surgen problemas en la convivencia, “no estamos acostumbrados a dormir así, todos juntos”. Agrega que lo que más le molesta es tener que estar pendiente de sus utensilios, como cucharas y platos, para que no se los roben y de que los demás limpien alrededor de donde él y su familia duermen.

Sin embargo, afirma, en cierta medida está mejor acá que en Venezuela, donde luchaba por conseguir cómo darle de comer a su familia.

Centeno dice que él reza por los demás venezolanos que, como él, quieran venir a Boa Vista: “Aquí ya no hay espacio para más personas”.

En el lado ecuatoriano del puente internacional Rumichaca, en la frontera con Colombia, la Cruz Roja les da a los migrantes dos cosas: agua potable y comunicación.

Ansiosos por hacer saber a sus familias que llegaron bien o simplemente por escuchar una voz amiga después de días de viaje, los migrantes venezolanos se agrupan bajo la carpa del organismo internacional.

Su símbolo, asociado con salud y primeros auxilios, representa en Rumichaca un enlace con las personas que se dejaron atrás, en un país que se hunde cada vez más en la crisis económica y política y que expulsa a sus ciudadanos a un ritmo vertiginoso.

Varias extensiones de electricidad dond los migrantes pueden cargar sus celulares en el puesto de la Cruz Roja en Rumichaca
Varias extensiones de electricidad dond los migrantes pueden cargar sus celulares en el puesto de la Cruz Roja en Rumichaca

Varios enchufes de electricidad, acceso a una red wi-fi y llamadas internacionales son las herramientas que la Cruz Roja pone en servicio de los migrantes.

Luis Oviedo no había hablado con su novia desde que salió del estado de San Felipe de Yaracuy para hacer su viaje a pie hacia Perú.

Junto con varios amigos, el joven de 23 años recorrió los más de 2000 kilómetros que separan su ciudad, al noreste de Venezuela, con Rumichaca. Se subió a camiones, atravesó trochas, durmió en parques sin saber nada de su pareja, con la que tiene un hijo, ni que ellos supieran nada de él.

“Escuché su voz y me dio mucha más fuerza de seguir adelante”, dijo Oviedo, quien llamó a su novia con uno de los celulares de la Cruz Roja el viernes. Sin embargo, con la voz quebrada y la mirada gacha, el joven migrante dijo que prefiere “no pensar mucho” en que ella y su hijo están lejos.

Una de las labores que hace Henry Cadena, voluntario de la Cruz Roja en el lado ecuatoriano de la frontera, es atender a los venezolanos después de que hayan hablado con sus seres queridos. Él estudió psicología y dijo que su objetivo es “que entiendan que es natural llorar y es necesario poder expresar sus emociones.”

Para Cadena, lo que hace de verdad enriquecedor su trabajo es provocar una sonrisa, que le den un abrazo o escuchar un “coño, gracias”, cuando un migrante cuelga después de hablar con su familia.

Para Nazareth Márquez, de 22 años, lo más importante era que su novio supiera que ella estaba bien. Aunque admite que, al pasar la frontera con Colombia, se puso a llorar porque le embargó una sensación de soledad, dice que no quería que Nelson, quien está esperándola en Lima, la escuchara llorar.

“Sería una preocupación más para él”, dijo la caraqueña, quien ha viajado sola por más de un mes.

Sin embargo, al igual que Oviedo, Márquez dice que fue una alegría poder conversar con su novio “a pesar de estar lejos”.

Tanto ella como Oviedo y al menos otros veinte migrantes más, se encuentran ahora en un limbo debido a la manera en la que el gobierno de Ecuador acató un fallo judicial que buscaba eliminar el requisito de pasaporte.

De ahora en adelante, aunque no será obligatorio enseñar el documento para poder cruzar la frontera ecuatoriana, se podrá hacerlo con cédula siempre y cuando se tenga un documento apostillado que certifique la validez de la cédula.

Ni Oviedo ni Márquez tienen pasaporte o un documento apostillado, viajan solo con la cédula. Este es el caso para la mayoría de los migrantes que sólo tienen este documento.

Andrea Obando, secretaria ejecutiva del Consejo de Protección de Derechos Humanos de Tulcán, dijo que obtener una apostilla en Venezuela era “casi más difícil que conseguir un pasaporte”.

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