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Uruguay desentierra pasado y presente de aldeas indígenas


Arqueólogos excavan en el sitio de un montículo de tierra indígena conocido como "cerritos de indios", cerca de Villa Ansina, Uruguay, el 2 de noviembre de 2021.
Arqueólogos excavan en el sitio de un montículo de tierra indígena conocido como "cerritos de indios", cerca de Villa Ansina, Uruguay, el 2 de noviembre de 2021.

Cuando las culturas indígenas en América del Sur se asentaron, construyeron aldeas, hornearon cerámica y domesticaron especies vegetales y animales.

Uruguay es el único país del continente americano donde no existen grupos indígenas que conserven su lengua o prácticas ancestrales.

El fin de la transmisión oral de creencias entre generaciones la explican campañas de evangelización, exterminio y, hace algo más de 200 años, la creación de la naciente identidad del Uruguay construida mirando a Europa y dándole la espalda a sus habitantes nativos.

Fueron “infieles” para los colonizadores y “bárbaros” o “ladrones” para los criollos que los esclavizaron en sus latifundios. Los grupos indígenas padecieron “despojo, pérdida de territorios, un fuerte desmembramiento cultural identitario y el Estado que los marginó haciendo ver deshonroso ser indígena, pero la investigación histórica no está terminada”, advirtió recientemente a The Associated Press la profesora Camila Gianotti, doctora en arqueología, historia de la antigüedad y técnicas historiográficas.

El pasado indígena parece sepultado en interpretaciones antojadizas y manuales de estudio muy parciales cuando no ficticios que los describen como tribus nómades de cazadores y recolectores. Sin embargo, los estudios que dirige Gianotti muestran la existencia de aldeas construidas en montículos de tierra llamadas cerritos indígenas. Son más de 3.500 registrados y en estas aldeas ocurrió una parte de la vida indígena de lo que hoy es Uruguay durante cuatro milenios.

Sucesivas excavaciones en los últimos 40 años sumaron evidencias para su interpretación: algunos eran huertas, otros espacios para vivienda, también inhumaron sus muertos allí. Algunos fueron talleres de herramientas, también instalaron cocinas y construyeron espacios comunitarios que Gianotti llama “plazas”. La evidencia arqueológica muestra que fueron ocupados hasta hace unos 200 años.

“Los cerritos fueron aldeas que sostuvieron poblaciones durante 4.500 años en los mismos lugares, pero los planes de estudio y los programas educativos no recogen esto. Seguimos siendo un Estado que niega e invisibiliza que lo deja supeditado a la curiosidad de muchos docentes”, lamenta Gianotti, directora del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio de Uruguay (LAPPU) de la Universidad de la República, la más grande del país.

Gianotti fue la primera arqueóloga en desarrollar la tesis de los cerritos como aldeas. En un montículo de tierra de 40 metros de diámetro y cuatro de alto, dentro de un bosque nativo de 300 metros cuadrados, observa con atención el suelo. Levanta un fragmento de cuarzo del montículo que desperdigó la fauna de madriguera al cavar un hoyo. Los pueblos originarios afilaban esa piedra para hacer cuchillos, sus huellas están a ras del suelo renegrido.

Solo este cerrito y otro en el mismo monte fueron declarados monumentos históricos en 2008 entre los 3.500 que LAPPU documentó. En Uruguay solo se han explorado en alguna medida 40, poco más de una centésima parte de los montículos documentados. En esta región conocida como bañados de India Muerta, a 40 kilómetros de la frontera con Brasil, excavaron solo dos de los 800 registrados en 386 kilómetros cuadrados.

Mientras Gianotti camina por la cumbre del cerrito, cuenta que en 2018, cerca de donde está parada, algún animal escarbando su madriguera dejó un hueso humano semienterrado. Al datarlo comprobaron que tenía 1.800 años. “La construcción de este montículo tiene 4.000 años, es de los más añosos de América del Sur”, asegura la investigadora.

Gianotti empezó a excavar en 1992 y ha participado en 18 sondeos, muestreos o excavaciones, sobre todo en los departamentos de Rocha y Tacuarembó, donde se emplazan los mayores conjuntos estudiados y no pierde su capacidad de sorpresa. “Es una de las evidencias más fuertes de un cambio social importantísimo”, acota.

Cuando las culturas indígenas en América del Sur se asentaron, construyeron aldeas, hornearon cerámica y domesticaron especies vegetales y animales. En esta región desarrollaron “un saber para habitar estas tierras inundables”, explica en su laboratorio lleno de fragmentos de huesos, lascas y cerámicas donde intenta descifrar el pasado escurridizo como armando un “puzle incompleto. Siempre nos faltan piezas, faltan los vivos, la lengua”, lamenta. Tiene más hipótesis que teorías.

En la cumbre del cerrito mira para abajo a un lado y otro, busca un terrón de barro milenario horadado por hormigas y cocido por los humanos a altas temperaturas. “Esta tierra quemada tuvo fines constructivos, fue seleccionada e incorporada intencionalmente, da solidez y ralentiza la erosión. Los cerritos más grandes, de hasta cinco metros, están construidos con esta tierra”, apunta.

La abundante vegetación que conseguían elevando el terreno en este bañado los proveía de madera para el fuego, canalizaron las aguas, cultivaron maíz, calabazas, poroto, domesticaron perros y probablemente a un roedor llamado apereá y también al ciervo que cocinaban al fuego o hervían en las vasijas cerámicas donde guisaron peces, armadillos, raíces y hasta un arroz nativo (Oryza latifolia), según el laboratorio.

Cuatro mil años después, los huesos analizados por el equipo del LAPPU aún muestran secuencias específicas para despiezar animales, tallar agujas, confeccionar raspadores, cuchillos, estecas para cerámica, pulidores, percutores, morteros, punzones y filos. “Hay un conocimiento muy fino de los materiales del entorno y la forma de aprovecharlos”, dice Gianotti.

El arqueólogo Nicolás Gazzán, también del LAPPU, dirige una excavación en uno de los ochenta cerritos de un sitio arqueológico afectado por la construcción de torres de alta tensión en un predio ganadero. En cuclillas junta tierra en una fosa de tres por dos metros donde el grupo de cinco arqueólogos recuperó 1800 fragmentos de piedras, desechos de talla y herramientas como raspadores.

La localidad más cercana a esta excavación es Pueblo de Barro, habitado por cien habitantes en el departamento de Tacuarembó, a 100 kilómetros de Brasil, departamento donde la mayor cantidad de uruguayos se autopercibe como descendiente de indígenas, el 6% según el Instituto de Estadística en 2011.

El caserío en Pueblo de Barro está dispuesto en forma de U y hasta hace poco su principal material constructivo fue el barro, como los cerritos que salpican este departamento donde los análisis de ADN mitocondrial echaron por tierra la autopercepción tacuaremboense. El 62% de su población tiene genes indígenas por el lado materno proyectó el Departamento de Antropología Biológica de la Udelar.

Las crónicas de conquistadores y criollos firmaron que allí habitaba una de las etnias que más resistió el contacto colonizador, la minuán. “Pero llevar eso a 4.000 años atrás es difícil”, dice Gazzán. “No sabemos quiénes eran”, acota Cristina Cancela, también del LAPPU.

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Los grupos indígenas que habitaron en Uruguay eran conocidos como bohanes, yaros, chanaes y guaraníes, y fueron los primeros en ser exterminados culturalmente. Charrúas y minuanes fueron los que más resistieron, pero en 1831 el gobierno uruguayo, que aún no cumplía su primer año como estado independiente, reunió caciques de varios pueblos con sus familias para hablar de paz aunque los traicionaron encerrándolos para matar a los hombres y esclavizar mujeres y niñas enviadas a cumplir servicio doméstico en residencias señoriales de Montevideo. “Hubo una sucesión de matanzas en la historia, Salsipuedes es la que generó el hecho simbólico del exterminio fue el símbolo del despojo de estas tierras a los pobladores indígenas”, opina Gianotti.

En 2018 Cícero Moraes, reconstructor facial forense, proyectó la cara de una mujer fallecida 1.600 años atrás en los cerritos de India Muerta con técnicas 3D. El rostro es inconfundiblemente “uruguayo” e indígena. Sin embargo, “la población local no reconoce una posible ancestría indígena”, dice Gianotti, que regularmente visita instituciones sociales y poblados para comentar hallazgos o explorar. “Esa reconstrucción facial llenó un vacío para ver que podemos ser nosotros mismos los descendientes. Es la cara de cualquier mujer del campo y sobre todo de algunas zonas de Montevideo”, dice.

Para la investigadora sabemos muy poco de esas culturas porque “durante más de dos siglos se encargaron de hacernos creer que ya no había nada”, dice con tono serio. “Las campañas de exterminio reforzaron la exclusión, el despojo, la dominación y la negación” y también la pobreza. “La desigualdad social de hoy viene de una situación histórica que se perpetuó”, asegura.

A pesar de las obras públicas y privadas que amenazan el patrimonio indígena, de la ausencia de políticas públicas para proteger el patrimonio o revisar los planes de estudio, Gianotti siente confianza en el grupo que coordina, pero con el que trabaja codo a codo, y el apoyo necesario de estudiantes y trece docentes e investigadores especialistas para armar el rompecabezas de la historia sepultada. “Entre todos podemos reconstruir este puzle incompleto, ese puzle que nunca se va a terminar de armar”, confía.

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