Mientras un equipo de patinaje de velocidad sobre hielo ganaba la primera medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno en Beijing, todo se veía tranquilo en las aldeas en el borde oriental de la meseta del Tíbet.
Un autobús pasaba sobre asfalto nuevo junto a monasterios de techos dorados. Monjes con hábitos rojos andaban en sus motocicletas por planicies al pie de montañas nevadas.
Era una marcada diferencia comparado con el ambiente de hace 14 años, cuando China realizó sus primeros juegos olímpicos. Ese verano, extranjeros filmaron choques fatales entre tibetanos y fuerzas de seguridad en Lhasa, la capital regional. Las noticias de la violencia impulsaron protestas, huelgas de hambre e inmolaciones por toda la región.
Hoy, no hay monjes marchando hacia estaciones de policía. No hay autos volteados ni manifestantes lanzado piedras. Mucha más atención internacional e indignación están dirigidas a Xinjiang en el extremo noroeste de China, donde grupos de derechos humanos y gobiernos occidentales dicen que el gobierno chino lleva a cabo una campaña de genocidio contra la población uigur.
La una vez incesante ola de manifestantes que se inmolaban ha amainado. No se han reportado inmolaciones en los últimos dos años. En la década previa hubo más de 150.
En China, donde el gobierno controla estrictamente la información y limita el acceso a áreas que considera políticamente delicadas, siempre es difícil saber qué está pasando realmente. Y pocas áreas en China son consideradas tan políticamente delicadas como la región de Tíbet.
Cuando un bus que llevaba a un periodista de The Associated Press viajaba por la escarpada zona de Sichuan cerca de Tíbet, frenó súbitamente. Policías subieron a bordo y ordenaron que el periodista se bajara. Aunque él había dado negativo a coronavirus tres veces en los cinco días previos, los policías lo expulsaron del área debido a los controles por la pandemia.
¿Por qué los tibetanos parecen haber aceptado el control chino luego de siglos de autonomía y decenios de fervientes protestas y desobediencia civil? La respuesta, basada en entrevista con más de una decena de tibetanos dentro y fuera de China: en muchas formas, el plan de Beijing de domar al Tíbet está funcionando.
Los tibetanos más viejos siguen resentidos. Pero luego de décadas de lucha, muchos se han resignado a ser parte de China. Los tibetanos más jóvenes están divididos: algunos añoran la independencia en secreto, mientras que otros se sienten orgullosos de considerarse chinos.
Desde que el Ejército Popular de Liberación de China ingresó al Tíbet en 1951, la región había estado sumida en un ciclo amargo de revueltas y represión. Los duros controles de Beijing hicieron que los tibetanos demandasen autonomía con más fervor, lo que a su vez causó más represión.
Al acercarse los primeros juegos olímpicos a inicios de 2008, con la atención mundial fija en China, el ciclo familiar de protestas y batidas se aceleró. Ese marzo, cinco meses antes de la ceremonia inaugural, la policía golpeó y arrestó a monjes en Lhasa que demandaban libertad religiosa.
Los manifestantes se tornaron violentos, lanzando piedras y quemando banderas, coches y negocios. Mataron a más de una decena de personas, la mayoría de ellos civiles de la etnia han, mayoritaria en China.
Las fuerzas de seguridad dispararon contra las protestas. Grupos de activistas reportaron 100 muertes, mientras que las autoridades dicen que solamente fueron disparos de advertencia. Documentos gubernamentales filtrados revelaron más tarde que al menos 26 tibetanos habían muerto.
Al conocerse del derramamiento de sangre, estallaron manifestaciones en la meseta de Tíbet. Un día, llegaron al condado Drago, fronterizo con el condado Garze en Sichuan.
Tsewang Dhondup trabajaba como voluntario en un monasterio cuando él y otros centenares vieron a un policía golpear a una monja. Cuando se apresuraron a asistir a la monja, fueron recibidos con disparos. Una bala le atravesó el estómago a Dhondup.
“Participé porque sentí que los problemas que mi familia y sufríamos no debían ser pasados a mis hijos”, dijo Dhondup desde Canadá, a donde huyó en 2012 tras pasar 14 meses escondido de la policía china.
Tras los juegos de 2018, Beijing lanzó una vasta campaña para controlar las mentes y los corazones de los tibetanos.
Muchas áreas fueron seleccionadas para la campaña antipobreza del gobierno. Miles de millones fueron dedicados a aeropuertos, carreteras, escuelas y otra construcción en Tíbet. Electricidad y atención médica han llegado a vastas áreas de la región.
Esas gestiones han ayudado a ganar el respaldo de algunos jóvenes tibetanos, dijo un tibetano de una parte rural pobre de la meseta, que habló a condición de preservar el anonimato.
Con los empleos y las inversiones llegaron un aumento de los controles de seguridad y la vigilancia.
Los teléfonos e internet, usados una vez para organizar protestas, se han vueltos herramientas para monitorear y controlar. Aquellos que critican al estado o hablan del Dalai Lama, el exiliado líder espiritual del Tíbet, ven restringidos sus movimientos. Algunos son colocados bajo arresto domiciliario.
“Estamos descontentos, pero no decimos nada”, dijo el tibetano. “Aún queremos pelear para preservar nuestro idioma, por la cultura tradicional, pero todo el mundo está asustado. Nadie quiere morir”.
En 2011, el ascendente líder del Partido Comunista Chen Quanguo se convirtió en el primer alto funcionario del gobierno en el Tíbet. Implementó nuevas formas de control gubernamental, dividiendo las áreas urbanas en mallas de referencia para vigilancia policial y construyendo centenares de estaciones de policía que funcionaban 24 horas al día y varios centros de detención extrajudicial para monjes y monjas rebeldes.
Gradualmente, las medidas de Chen consiguieron apagar la intranquilidad. Cinco años después, Chen fue transferido a la vecina Xinjiang, donde desplegó las mismas tácticas en una escala mayor y más extrema, supervisando una campaña draconiana de encarcelamientos masivos de los uigures.
Kesang Lamdark, un artista tibetano que vive en Suiza y cuyo padre es un conocido monje de Garze, dijo que el sueño de un Tíbet libre choca con la realidad del estado policial chino.
“Si protestas y protestas, ¿qué vas a conseguir? Si te capturan vas a la prisión”, dijo. “No hay mucho que puedas hacer”.
En el Tíbet, las autoridades han permitido cierto nivel de libertad religiosa, a diferencia de Xinjiang, donde muchas mezquitas están ahora virtualmente vacías luego que miles de personas fueron encarceladas por rezar y poseer el Corán.
En el barrio tibetano de Chengdu, la capital de la vecina provincia de Sichuan, decenas de miles de tibetanos viven bajo la atenta mirada del Estado. Monjes caminan por las calles, con sus cordones de oración. Los devotos rotan ruedas de rezos. Dueños de tiendas de la etnia han regatean con clientes tibetanos por el precio del incienso e imágenes del Buda.
Aquí, muchos jóvenes tibetanos están forjando una identidad bicultural, que celebra su cultura sin cuestionar el control de Beijing. Eso es evidente en una plaza en la que muchedumbres se congregan por las noches, bailando al compás de canciones tibetanas imbuidas con mantras budistas.
“Soy una verdadera tibetana y al mismo tiempo soy una verdadera china”, dijo Kunchok Dolma, de 28 años, que es una budista devota y enseña danza moderna en un mandarín impecable. “No hay conflicto entre esas dos cosas”.
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