En su carrera para sustituir al presidente saliente de México, Andrés Manuel López Obrador, Claudia Sheinbaum está luchando por forjar su propia imagen, lo que lleva a muchos a preguntarse si podrá escapar de la enorme sombra del mandatario.
La exalcaldesa de la Ciudad de México, que es la favorita para las elecciones presidenciales del 2 de junio, ha tenido que adoptar sin discusión los programas del popular López Obrador como candidata del partido Morena que él mismo creó y controla. Parte de su pasado, sin embargo, sugiere una visión distinta de la presidencia.
Sheinbaum podría resultar ser más “izquierdista” de lo que López Obrador ha sido si se impone a la candidata opositora Xóchitl Gálvez y a Jorge Álvarez Máynez, del pequeño Movimiento Ciudadano, en las generales.
Procede de una antigua y sólida tradición izquierdista anterior al movimiento nacionalista y populista de López Obrador.
Sus padres fueron destacados activistas en el movimiento democrático estudiantil mexicano de 1968, que terminó de forma trágica con la masacre gubernamental de cientos de alumnos que se manifestaban en la plaza Tlatelolco de la capital, días antes del inicio de los Juegos Olímpicos en la ciudad.
“Iba en esas escuelas en las que estudiaron los ‘hijos de los del 68’, que eran escuelas activas que dirigía algún republicano español exiliado, digamos escuelas (...) de pensamiento libertario”, recordó Antonio Santos, quien conoce a Sheinbaum desde mediados de la década de 1980, cuando ambos encabezaban un movimiento estudiantil universitario de izquierdas.
Una de las primeras escenas del documental sobre Sheinbaum — producido por uno de sus dos hijos — son imágenes de ella cuando era preadolescente tocando un instrumento similar a una mandolina en uno de los grupos de estilo folk populares en la izquierda a finales de los años 60 y en los 70.
Sheinbaum se muestra susceptible ante cualquiera que cuestione sus credenciales como progresista.
Clara Jusidman, una veterana activista por los derechos humanos, trato de entregarle una presentación hace ocho años, cuando Sheinbaum fungía como presidenta de barrio en el sur de la Ciudad de México.
“Entonces me contestó algo así como ‘¿Qué, creen que no lo he leído? ¿Y que creen, que yo no soy de derechos?’ Algo así nos contestó. Muy, muy feo”, dijo Jusidman.
Los analistas afirman que esa respuesta al estilo “¿sabe con quién está hablando?” refleja una actitud “de familia respetada de la vieja izquierda” habitual en el partido de López Obrador, donde unos cuantos clanes bien situados han copado los principales puestos en base al tiempo que llevan apoyando al mandatario o a su historial familiar.
El reto de Sheinbaum ha sido construir su propia imagen sin salirse de la larga sombra de López Obrador, un legendario activista conocido por sus encendidos discursos y su carisma risueño y campechano.
Ha sido complicado para la exacadémica graduada en Berkeley.
Lo que su campaña ha logrado hasta ahora es una única imagen gráfica (con su característica cola, de perfil) y un par de lemas: uno más directo “Es Claudia” y otro algo más pegadizo, “Es Tiempo de Mujeres”. Esta es una referencia al hecho de que, tanto si gana ella o lo hace Gálvez, México tendrá su primera presidenta en junio.
¿Pero hasta que punto puede ser ella misma? López Obrador construyó su poderoso movimiento en torno a sí mismo y a su nostalgia por el petróleo, los ferrocarriles y los programas de subsidios gestionados por el gobierno.
Sheinbaum ha tenido que adoptar por completo esas iniciativas. Pero es una especialista en ingeniería ambiental a la que le gustaría ver más energía renovable. Como exacadémica, probablemente le gustaría ver más atención a las soluciones centradas en la ciencia, en lugar de la confianza del mandatario saliente en el saber popular y la tradición.
Le gustaría ver más trabajo policial, en lugar de la dependencia casi total de López Obrador hacia el ejército. Podría querer combatir los todavía altos niveles de violencia contra las mujeres. Afirma que quiere utilizar la tecnología digital para solucionar problemas anticuados como la baja recaudación de impuestos del país.
Pero Sheinbaum tiene que ser muy cauta acerca de cómo presenta sus nuevas propuestas para evitar que parezca que contradice o critica a López Obrador, de cuyos partidarios depende por completo. Es un delicado juego de equilibrios.
No ayuda que Sheinbaum, de 61 años, tenga un comportamiento distante y desdeñoso. En las entrevistas, a menudo suele decir que no quiere hablar sobre ciertos temas.
“Como es una investigadora académica con una sólida formación, para ella la información y los datos son su guía”, dijo Santos, quien trabajó con ella en el gobierno de la Ciudad de México y ahora colabora en su campaña.
“Si tú llegas (a una reunión del gobierno) y propones algo, si no lo fundamentas con datos, ella te dice ‘Vuelve otro día con información sólida’”, añadió.
En un acto de campaña el 16 de mayo, Sheinbaum se presentó en un económico Chevrolet Aveo con muy poca seguridad alrededor e hizo un trabajo decente — aunque algo reservado — besando a bebés, estrechando manos y posando para selfies con simpatizantes.
Su sonrisa, que rara vez mostró durante su etapa como alcaldesa de la Ciudad de México, algunas veces se vuelve algo pétrea mientras hace campaña. Menciona a López Obrador más de una docena de veces en la mayoría de sus discursos pero no enciende a las masas de la misma forma que hace él.
Y, tras la amplia expansión de los programas gubernamentales que hizo el presidente y de sus proyectos de construcción, Sheinbaum heredaría un déficit presupuestario que no le deja margen para prometer mucho más. Lo único que puede hacer jugar con la idea de rebajar la edad para cobrar la pensión complementaria mensual de 175 dólares de los 65 a los 64 o los 63 años.
En el mitin, eso fue suficiente para Rosa María Estrella, un ama de casa de 62 años que gritó “¡Nosotros queremos lo que nos toca también!”.
Mónica Olmo, madre soltera, abrazaba a su hija de un año y no dudó por un instante al responder a la pregunta de por qué ella y otros respaldan a Sheinbaum.
“Son los programas de apoyo”, dijo mencionando las becas para escolares, las pensiones complementarias y los programas de formación para los jóvenes.
Para ser justos, Sheinbaum ha mostrado en raras ocasiones destellos de rebeldía contra López Obrador. En 2021, cuando era alcaldesa de la Ciudad de México en plena pandemia del coronavirus, claramente quería declarar un confinamiento más estricto para reducir los contagios, algo a lo que el presidente se opuso frontalmente porque no quería dañar la economía.
Sheinbaum se empeñó en utilizar cubrebocas, algo que López Obrador casi nunca hizo, confiando en cambio su protección contra el virus a amuletos religiosos.
La ciudad, como el país, funcionaba bajo un sistema de colores — rojo, naranja, amarillo y verde — y Sheinbaum quería pasar al “rojo” a medida que crecía el número de casos. En una comparecencia televisada, cedió ante su jefe y mantuvo el nivel en “naranja, con una alerta”. Pero para anunciarlo lució un vestido de color rojo brillante.
Equilibrar sus propias ideas con las López Obrador suele ser un acto tortuoso. El presidente saliente creó una Guardia Nacional casi militarizada, a la que convirtió en la principal agencia de seguridad, y recortó gran parte de la financiación federal para la policía.
Ahora Sheinbaum quiere una Guardia Nacional “más cercana a la ciudadanía, como policía de proximidad, y, además, que se conviertan realmente en primeros respondientes”.
Como presidenta, Sheinbaum podría ser más conciliadora y menos insultante que López Obrador, quien ha pasado gran parte de sus seis años en el poder insultando a sus adversarios y alimentando viejos rencores. El mandatario arremete casi a diario contra los periodistas, la clase media, los empresarios, los arribistas y los individualistas.
“Después de las elecciones, naturalmente, viene un proceso de reconciliación”, afirmó Sheinbaum en febrero.
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