Cuando Luis López se perdió el año pasado en el Tapón del Darién con su esposa, entonces embarazada de siete meses, sus dos hijos pequeños y la abuela de ella, se arrodilló en el lodo para suplicar a Dios que no les abandonara.
“Si fui malo déjame morir aquí, pero yo llego con mi familia”, recordó el viernes el solicitante de asilo venezolano, de 34 años, sobre sus plegarias. Ahora en El Paso, la familia ha encontrado cobijo con la diócesis católica local.
Pero “la selva”, como llaman muchos migrantes a ese tramo especialmente peligroso de su viaje desde América del Sur a Estados Unidos, volvió a golpearles hace dos semanas.
La hermana de López le llamó entre lágrimas. También ella había tenido que huir y ahora estaba atrapada en la selva con su madre de 68 años, que había sufrido heridas graves en una caída tratando de huir de hombres armados.
Las dos mujeres, rescatadas por la policía panameña de fronteras, están ahora camino de Texas. No saben cómo cruzarán a Estados Unidos, ya que las nuevas restricciones sobre el asilo entraron en vigencia el pasado jueves con el levantamiento de las normas migratorias de la pandemia conocidas como Título 42.
Aunque el gobierno del presidente de EEUU, Joe Biden, ha presentado la nueva política como una forma de estabilizar la región fronteriza y disuadir a la inmigración ilegal, miles de personas siguen emigrando para huir de la pobreza, la violencia y la persecución política en sus países.
“La frontera y lo que ocurre en la frontera no es la causa del problema asociado con la inmigración, es un síntoma de un sistema roto en muchos aspectos”, dijo el obispo de El Paso Mark Seitz, que ayudó a la familia López desde que llegaron al refugio en una propiedad diocesana en septiembre pasado.
Aunque en la selva apenas les quedaba una última bolsa de avena mezclada con agua del río, López sabía que no podían regresar a Venezuela, donde había recibido amenazas de muerte tras dejar de trabajar para funcionarios del gobierno.
“Me decían ‘muerte a los traidores’”, recordó de las llamadas telefónicas y visitas de hombres armados que comenzaron la primavera pasada.
Cuando las amenazas se extendieron a su hermana, su exesposa y sus dos hijos, López vendió su empresa de camiones y salió hacia Colombia y después Centroamérica. Un contrabandista se quedó con todos sus ahorros a cambio de llevarlos en barco para evitar el Tapón del Darién, pero en lugar de eso los llevó directamente a la selva.
Allí encontraron cadáveres y bandidos armados, y trataron de consolar a cuatro mujeres a las que encontraron llorando cerca del camino porque acababan de violarlas, dijo López.
Cuando se perdieron, recibieron indicaciones de otros migrantes que se habían ocultado entre la densa vegetación pero respondieron a sus gritos de auxilio. López se enfrentó al contrabandista y entró en shock, desvanecido junto a un arroyo.
“Los hijos gritaban ‘¡mami, mi papá!’. Mi única solución fue arrodillarme, ‘Dios mío no me lo lleve’”, relató Oriana Marcano, de 29 años.
Una vez que lograron salir, continuaron enfrentado el riesgo de robos, extorsión y devoluciones en Centroamérica y México. “Lastimosamente, la selva no es todo”, dijo López.
Más tarde, un grupo de cubanos les alzó sobre la barrera fronteriza en Ciudad Juárez, al otro lado de El Paso. Fueron detenidos, estuvieron un par de días retenidos y después fueron liberados en el refugio.
Dos horas más tarde, Marcano se puso de parto y fue trasladada al hospital. López se quedó atrás, sin dinero ni certeza de que la familia pudiera quedarse más allá de esa noche. El hombre que había prometido apadrinarles en Estados Unidos, un requisito de las nuevas normas migratorias, retiró su oferta y le dijo a López que se había mudado a Canadá.
“Allí me encontré un señor vestido de negro, cabello blanco, él me decía ‘tranquilo, calma’, con su español que es más o menos”, recordó López.
El obispo Seitz decidió acogerlos hasta que la familia se recuperara.
“No tenían patrocinadores, de modo que básicamente dijimos ‘supongo que nos toca’”, dijo Seitz, que lleva una insignia con la imagen del papa Francisco que dice ’Defendiendo a los migrantes porque lo dijo el papa”. “Seguiremos intentando ser cristianos”.
Mientras esperan a su cita judicial en el verano para pedir asilo y un permiso de trabajo, López y su esposa no han perdido el tiempo. Él ha remozado una desgastada camioneta para empezar un negocio de pintura y reformas en casas, para el que ya ha impreso tarjetas. Ambos son voluntarios en el refugio, Marcano cuando los dos niños mayores están en el jardín de infantes, López en ocasiones también durante la noche.
Le gusta recibir a los recién llegados en español, a los que les dice “¡ya están libres! Soy migrante, pasé por lo que pasaron ustedes. Están en la mano de Dios”.
Los responsables del refugio en El Paso no están seguros de cuánta gente llegará en las próximas semanas, cuántos serán liberados por las autoridades estadounidenses, cuántos serán deportados, cuántos siguen caminando por Centroamérica, desesperados por hallar una forma de llegar a Estados Unidos.
Alrededor de una milla al sur del refugio, al menos media docena de migrantes había colocado una carpa improvisada en una puerta del muro fronterizo.
En los últimos días, cientos de personas hicieron fila allí para ser procesados por la Patrulla Fronteriza. Pero al atardecer del viernes apenas un puñado de guardias nacionales texanos montaba guardia en la polvorienta orilla del río. Para el mediodía del sábado ya no se veían las carpas de los migrantes.
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