Los brasileños van a las urnas el domingo en unas elecciones marcadas por intenso descontento hacia la clase gobernante, tras años de turbulencia política y económica incluyendo lo que parece ser el escándalo de corrupción más grande en la historia latinoamericana.
Hay muchos que opinan que la rabia hacia las élites impulsaría a un candidato desconocido, o dejaría atrás la hegemonía del centroizquierdista Partido de los Trabajadores y del centroderechista Partido de la Democracia Social.
Pero como muchas cosas en esta campaña, no ha sucedido lo que se esperaba. El candidato que más se ha beneficiado del descontento social es un legislador que tiene 27 años en el Congreso, Jair Bolsonaro, conocido por posturas inusuales que agradan a unos y repugnan a otros, como su nostalgia por la era de la dictadura, sus insultos a las mujeres y a los gays y sus llamados a reprimir la delincuencia dándole rienda suelta a las fuerzas de seguridad.
En segundo lugar está el Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores que ha ganado las últimas cuatro elecciones presidenciales.
Bolsonaro acumuló 36% en la encuesta de Datafolha más reciente una ventaja de 14 puntos sobre Haddad. El sondeo abarcó 19.552 personas entre viernes y sábado y tiene un margen de error de 2 puntos porcentuales. Si ningún candidato obtiene la mayoría de los votos, habrá que ir a una segunda vuelta el 28 de octubre.
“En general, estas son las elecciones más extrañas que he visto en mi vida”, dijo Monica de Bolle, directora del departamento de estudios latinoamericanos de la Universidad Johns Hopkins. “Se está convirtiendo en una competencia entre los dos candidatos menos calificados”.
La campaña por la presidencia de Brasil -- la economía más grande de Latinoamérica, un importante socio comercial de varios países y un peso en el mundo diplomático -- ha sido tensa e impredecible.
El ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva iba adelante en las encuestas al principio, pero su candidatura fue descartada al ser encarcelado en medio de acusaciones de corrupción. Bolsonaro fue apuñalado e hizo campaña desde su cama de hospital por varias semanas. Y durante toda la campaña, los brasileños se quejaron de que la confianza que tenían en sus líderes se está evaporando.
Las elecciones en un momento eran vistas como una esperanza para poner fin a un episodio turbulento en que muchos políticos y empresarios fueron encarcelados por acusaciones de corrupción, una presidente fue destituida en medio de un proceso cuestionado y la economía sufría de una prolongada recesión.
Pero en lugar de ello, las dos principales candidaturas reflejan la agria polarización del país tras la destitución de Dilma Rousseff y las explosivas revelaciones a raíz del descomunal escándalo de corrupción.
Bolsonaro, cuyos partidarios suelen ser de la clase media, habla de un país al borde del colapso donde narcotraficantes y políticos roban impunemente y reina la amoralidad. Se ha manifestado a favor de flexibilizar las leyes de tenencia de armas para que la gente pueda protegerse, darle rienda suelta a la policía y restablecer “valores tradicionales”, una frase que ha causado desasosiego debido a sus halagos hacia la época de la dictadura y sus insultos contra las mujeres, los negros y los gays.
“Hay un fuerte deseo de cambio”, dice Andre Portela, profesor de economía de la Fundación Getulio Vargas, un importante centro de estudios e investigación. “Bolsonaro se ha aprovechado de eso y se ha presentado como agente del cambio, pero no queda claro si realmente lo será”.