Keinel, un bebé venezolano de solo 45 días de nacido, tose “como un hombre”.
Su madre, Sujeily Ríos, de 26 años, describe así el sonido de las sacudidas bronquiales que hace su niño muy frecuentemente durante los últimos días.
Le amamanta esta tarde sentada en una silla de mimbre, descosida parcialmente, en la platea interna de su casa en el barrio Altos de Milagro Norte de Maracaibo, Venezuela.
Enseguida que suelta su seno izquierdo, el pequeño dispara un tosido ronco, áspero.
El hogar de los Ríos está enclavado en una comunidad de bajísimos recursos, donde los servicios públicos, como el gas doméstico, no funcionan con eficiencia.
Casas con cercas de latones, trillas arenosas y acumulaciones de basura predominan en el paisaje. Con cerca de un millar de familias, es una de las comunidades más pobres e inseguras de la ciudad, capital del estado más poblado de Venezuela, Zulia.
Sujeily vive junto a sus cuatro hijos y José Miguel, su esposo, un pescador veinteañero, delgado, que generalmente trae parte del botín diario de su oficio para comerlo. La forma de cocinarlo, a falta de gas por tuberías, es siempre sobre un fogón de leña.
“Toda la vida tenemos cocinando a leña. Aquí, no llega el gas”, remarca la mujer.
Es el método de cocina más común en la vecindad: cortan palos y talan árboles en la playa del Lago de Maracaibo, a unos 300 metros del barrio; los reducen dentro de recipientes metálicos; los encienden con fósforos, gasoil, querosén o gasolina; y cocinan.
Los Ríos preparan su comida dentro de un rectángulo de metal, que antes fue parte de una carretilla de construcción. Se notan en él cenizas de un brasero reciente. Una parrilla de flejes finos yace en sus entrañas. A su lado, un balde con restos de pescado.
La familia, a veces, come una vez al día. “Cuando hay (comida), comemos dos. Y cuando no, nos acostamos a dormir sin ‘comía’”, admite coloquialmente la mamá de Keinel.
El humo que se desprende del fogón y del de los vecinos entre una y tres veces al día, dice la madre, es la causa de la complicación pulmonar del bebé.
Una doctora diagnosticó hace poco que el infante sufre de un “bronco espasmo” por culpa de las fumaradas diarias. Empezó a ahogarse hace semanas, cuenta Sujeily.
“Todos cocinamos en leña y el humo le hace mal. Cuando los vecinos comienzan a cocinar, yo salgo”, dice. Su franelilla permite ver cuatro tatuajes de pequeño tamaño en su hombro derecho y la espalda. Un piercing traspasa el costado derecho de su boca.
El tercero de sus niños, de dos años, ingresa a su casa, desnudo y mugriento a ceniza negra. No dice palabra. Se acaba de manchar de ella en el patio de un vecino de los Ríos.
El olor a tablones quemados es común en Altos de Milagro Norte. Sus habitantes se quejan de que las tuberías de la red de gas doméstico son un monumento inservible.
La más reciente Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida, Encovi por sus siglas en español, indicó que, luego del ingreso económico, la precariedad de los servicios a la vivienda es la segunda razón de peso que causa la pobreza en Venezuela.
El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social precisó que 273 de las 1.739 protestas ocurridas en octubre pasado en el país se realizaron para reclamar derecho a la vivienda y mejoras en los servicios públicos. Fue el segundo motivo de protesta más común después de la exigencia de los derechos laborales.
“Se agrava el déficit en servicios básicos. Esto afecta negativamente el desenvolvimiento cotidiano de los venezolanos que se mantienen dentro del país”, publicó la organización.
José Luis, uno de los locales del barrio Altos de Milagro Norte, detalla que comprar en Maracaibo una bombona vacía de gas cuesta aproximadamente 50 dólares.
Y llenarla significa invertir 75.000 bolívares. Es lo que ganan cada 15 días, en promedio, los hombres de Altos de Milagro Norte, la mayoría pescadores, vigilantes o albañiles.
La gobernación del Zulia asumió la distribución del gas residencial hace cinco meses para optimizar el servicio y el despacho de bombonas de gas a la población.
En Altos de Milagro Norte, al menos, no han notado tal mejoría.
José Luis, afable, dice tener materia prima para sus fogones hasta enero. “Tengo un cuarto lleno de leña. Iba todos los días a buscarla. Tengo bastante guardado”, comenta.
Un grupo de vecinos habla de sus padecimientos diarios con la cocina, sentados en una acera de la comunidad, bajo la sombra de dos árboles frondosos a las 4:00 de la tarde.
Tres hombres y cinco mujeres despotrican de las carencias de servicios en la ciudad , como la electricidad, el agua y el gas.
Dos señoras opinan que es un plan divino para purificar al país y a sus ciudadanos.
“Dios todo lo hace para bien”, remacha José Luis.
La cocina a leña no es patente exclusiva del barrio. Ni siquiera, de la ciudad. La modalidad se extiende no solo a zonas rurales, sino a múltiples ciudades del país.
La agencia Reuters informó en agosto que venezolanos vecinos del Parque Nacional Henry Pittier de Caracas cortaban árboles para cocinar. Mencionó la investigación talas similares en Maracay (centro), Barquisimeto (occidente) y Maracaibo.
Iván Freites, sindicalista petrolero, indicó entonces que apenas 20 por ciento de los 15 millones de cilindros de gas para 7,5 millones de hogares estaba en buenas condiciones.
Una silla de madera en mal estado, con dos de sus retablos desprendidos, está recostada contra el barril donde Gladys Mundo, en sus 50 años, cocina a leña una vez al día.
Era parte de su comedor. Hoy y mañana será brasa para su fogón.
“Es la última que me queda”, dice zarandeándola. “Me da para uno o dos almuercitos”.
Con plástico y papel, suele encender la estufa. Antes, la prendía con gasolina, pero el combustible escasea en la ciudad. Dura prendida una hora “y pico” cada 24 horas, señala. En ella, cocinan generalmente arroz, pescado, sopa, huesos de proteína animal.
“Pero nada de carne y de pollo. Si veo un pollo, me desmayo de la alegría”, bromea, carcajeándose. Dos kilos de pollo entero cuestan en Venezuela cerca de 200.000 bolívares o 4,4 dólares, más que el salario mínimo mensual (150.000 bolívares).
Gladys revende golosinas y bocadillos salados “para medio sobrevivir”, expresa, en un quiosco que encara a una trilla de cemento por donde transitan sus vecinos y clientes.
Cinco familias se alimentan de la comida que se aliste sobre esa leña.
“Tenemos raaato cocinando así”, señala, ensanchando la palabra para denotar los muchos años que tiene la rudimentaria técnica culinaria en la comunidad.
Dos de sus nietos han comenzado a sufrir de asma por inhalar el humo, acota.
Como la madre de Keinel, el bebé de la tos de hombre, los aleja de su hogar en cuanto la leña comienza a atizar cada tarde.
Pero las fumadas se huelen dondequiera en el barrio.
“El humo me los mata”, concluye.